viernes, 1 de abril de 2016

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Inicio de la guerra


El germen de la segunda guerra mundial estaba en la primera, en el descontento, la privación y el enconado resentimiento de Alemania, insatisfecha con los términos del tratado de Versalles.
A los alemanes les disgustaba en especial una cláusula de culpabilidad que los responsabilizaba de todo. Abominaban el haber perdido territorios: Alsacia y Lorena pertenecían ahora a Francia, la región occidental del Rin era zona desmilitarizada, y la mayoría de los dominios coloniales de ultramar habían sido repartidos entre varias potencias. Las reparaciones en dinero, fijadas en 6.500.000 libras esterlinas, resultaron demasiado elevadas para una nación arrasada por la guerra.
Ruptura del tratado: Hitler moviliza su ejército Adolfo Hitler, jefe de un partido político ultranacionalista que había sido nombrado canciller para convertirse luego en dictador de Alemania (a pesar de ser austríaco), rearmó secretamente el país en la década de 1930 y comenzó a movilizar sus tropas, en violación abierta del tratado de Versalles.
Hitler ocupó la zona desmilitarizada del Rin, anexó Austria y se dirigió a Checoslovaquia. Consideraba que estaba en su derecho de actuar contra los checos, ya que había logrado un acuerdo con los gobiernos de Italia, Francia y, en especial, Inglaterra, que le permitía extender el dominio alemán a Checoslovaquia.
Pensaba que la gente de habla alemana de la región de los Sudetes, que había sido otorgada a Checoslovaquia después de la primera guerra, debía formar parte del Tercer Reich alemán. El dictador italiano, Benito Mussolini, cuyo ascenso posterior a la gran guerra había sido similar al de Hitler, arregló una reunión en Munich, en la cual el primer ministro inglés, Neville Chamberlain, dispuesto a hacer concesiones para evitar un conflicto con Alemania, el primer ministro francés, Edouard Daladier, Mussolini y el propio Hitler, pactaron la entrega de Checoslovaquia sin consultar a los checos.
Además Hitler firmó el pacto germano-soviético con José Stalin, el sucesor de Lenin en Moscú. Ya en posesión de los Sudetes, los nazis se lanzaron luego sobre Polonia, con la idea de repartirse el país con la Unión Soviética.
A las 5:45 h de la mañana del 1 de septiembre, el primero de un contingente de 1.250.000 soldados alemanes invadió Polonia, tras un duro bombardeo aéreo. Aquellas divisiones armadas y mecanizadas se movían con rapidez, respaldadas por aviones de combate, y pronto avanzaron hacia el este de la frontera germano-polaca y el sur de Prusia Oriental. El ejército polaco no estaba preparado para este tipo de guerra y halló dificultades para contraatacar. En unos días, la Luftwaffe tenía el control de los cielos y había inutilizado el sistema ferroviario polaco.
La invasión alemana de Polonia, en 1939, fue demasiado hasta para Chamberlain, pacifista a ultranza. Londres no deseaba una nueva guerra, y, en particular, no quería enfrentarse a la formidable Alemania, pero los ingleses hubieron de rendirse a la evidencia de que era imposible evitarla, así que declararon la guerra ese mismo año.
Durante dos días, Gran Bretaña y Francia intentaron poner fin a aquel ataque sobre Polonia por la vía diplomática, mediante el envío por separado de sendos ultimátums al Gobierno nazi exigiéndole que retirara sus tropas o se preparara para enfrentarse a una guerra con las dos naciones europeas más poderosas.
El primer ministro británico, Neville Chamberlain, había dudado acerca de emitir aquel ultimátum, consciente de las consecuencias de que Alemania no lo acatara. Pero la presión de la Cámara de los Comunes y los miembros de su propio gabinete lo impulsaron finalmente a enviarlo a las 9:00 h de la mañana del domingo 3 de septiembre, comenzaba de esta manera  la segunda guerra global.
La guerra total fue posible, sobre todo, debido a la tecnología moderna, en armamento, comunicaciones y producción industrial. Sin embargo, la victoria estuvo sujeta a muchos otros factores, tanto materiales como espirituales. Alemania, el principal agresor, al principio se vislumbraba como la ganadora con un sector industrial coordinado a la perfección y dedicado por completo a la guerra, con aviones modernos y un grupo de generales cuyo sentido de la estrategia (aprendido por el método más duro, el de la derrota) era mucho más sofisticado que el de sus adversarios. Tras la maquinaria bélica y el pueblo alemán, se encontraba un hombre de ideas fanáticas, de extraordinaria perspicacia política y con un magnetismo personal incomparable.
Adolf Hitler no provocó sin ayuda la Segunda Guerra Mundial pero sus contornos estratégicos y su dimensión moral estaban configurados por sus obsesiones. Era la encarnación del verso de Yeats: «Lo peor está lleno de intensidad pasional».
Fue un hombre marginal, vomitado del caos de viejos imperios arruinados, la reencarnación demoníaca de Napoleón, inconsciente devoto de la oportunidad. Para una nación militarmente humillada y económicamente arruinada, Hitler ofrecía un elitismo barato basado en las nociones de la raza (una exageración de teorías que en realidad sostenían incluso algunos académicos) y una visión de la vida como guerra: una lucha darwiniana entre los «arios» superiores y sus inferiores genéticos (sobre todo judíos y eslavos).
Al invocar una imagen pseudohistórica de los alemanes como guerreros nórdicos, el Führer transformó a sus compatriotas disciplinados y moderados en agentes meticulosos del genocidio. Al principio, su temeridad funcionó, cuando los ataques relámpago confundieron y desmoralizaron a un mundo que deseaba desesperadamente que no se produjera otra Gran Guerra.

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